El mundo sin mujeres (II Mondo senza Donne, 1935), Virgilio
Martini, describe los estragos de una enfermedad misteriosa (llamada finalmente
falopitis) que diezma a la población femenina en edad de procrear, de la pubertad a la
menopausia. Los síntomas de la enfermedad hacen pensar irresistiblemente, con cincuenta
años de antelación, en los del Sida.
Por una coincidencia asombrosa, la enfermedad ha partido de
Haití para invadir el mundo entero. Y por otra coincidencia paradójica el origen de esta
enfermedad, ante la cual la ciencia
es impotente (exactamente como en el caso del sida), ¡acaba
por encontrarse en una conspiración de homosexuales para exterminar la raza
femenina! La epidemia sigue su curso,
todas las adolescentes y mujeres jóvenes desaparecen, y la
raza humana no tarda en estar amenazada de extinción. El resto, abundante en peripecias,
cae en el suspense. Pero la idea
núcleo es la de un exterminio de la feminidad; alegoría
terrorífica del exterminio de cualquier alteridad, de la cual lo femenino es la metáfora, y quizás
algo más que la metáfora
Nosotros somos víctimas, y en absoluto alegóricamente, de un
virus destructor de la alteridad. Y más aún que en el caso del sida, se puede
aventurar que ninguna ciencia sabrá protegernos de esta patología viral que, a fuerza de
anticuerpos y de estrategias inmunitarias, apunta a la extinción pura y simple del otro. Si bien en lo
inmediato este virus no afecta a la
reproducción biológica de la especie, afecta a una función
todavía más fundamental, la de lareproducción simbólica del otro, en favor de una
reproducción clonada, asexuada, del individuo sin especie, pues estar privado del otro es estar
privado de sexo, y estar privado de sexo es estar privado de la pertenencia
simbólica a cualquiera de las especies.
Con motivo de su aparición en Italia (1953; había
permanecido inédito durante veinte años debido al rechazo de los editores), el libro fue
condenado y retirado de la circulación por obsceno, cuando, en el fondo, no hay nada menos pornográfico
que un mundo sin mujeres.
Pero sólo se trataba de una coartada para ocultar la idea
pavorosa, bajo la tapadera de una destrucción de la feminidad, de una destrucción aún más
monstruosa, ante la idea de un
mundo enteramente entregado al Mismo.
Es el final literal de la alienación. Ya no queda nadie
enfrente. Antes, se habría visto en eso el final ideal del sujeto; apropiación y disposición
totales de uno mismo. Hoy descubrimos que la alienación nos protegía de algo peor, de la pérdida
definitiva del otro, de la expropiación del otro por el mismo.
Existen en alemán dos términos aparentemente sinónimos, pero
cuya distinción es significativa. «VERFREMDUNG» es el devenir—otro, extraño a
uno mismo, la alienación en el
sentido literal. «ENTFREMDUNG», en cambio, significa la
desposesión del otro, la pérdida de total alteridad. Pues bien, es mucho más
grave ser desposeído del otro que de uno mismo. La
privación del otro es peor que la alienación: una alteración
mortal, por liquidación de la misma oposición dialéctica. Desestabilización sin recurso, la del
sujeto sin objeto, la del mismo sin el otro: estasis definitiva y metástasis del Mismo. Un destino
tan funesto para los individuos como para nuestros sistemas, autoprogramados y
autorreferenciales: se acabó el adversario, se acabó el entorno hostil; se
acabó por completo el entorno, se acabó la exterioridad. Es como arrebatar una
especie a sus predadores naturales. Privada de esta adversidad, sólo puede destruirse
ella misma (por «depredación» en cierto modo). Al ser la muerte la gran
predadora natural, una especie a la que se intenta a cualquier precio
inmortalizar, arrancar a la muerte — es lo que hacemos a través de todas
nuestras tecnologías de sustitución de lo viviente—, está condenada a
desaparecer. Está claro que la mejor estrategia para perder a alguien es
eliminar todo lo que le amenaza y hacerle perder así todas sus defensas, y es
la que estamos aplicándonos a nosotros mismos. Al eliminar al otro bajo todas
sus formas (enfermedad, muerte, negatividad, violencia, extrañeza) sin contar
las diferencias de raza y de lengua, al eliminar todas las singularidades para
hacer brillar nuestra positividad total, estamos a punto de eliminarnos a
nosotros mismos.
Hemos luchado contra la negatividad y la muerte, extirpando
el mal bajo todas sus formas. Al eliminar el trabajo de lo negativo, hemos
desencadenado la positividad, y ella es
actualmente la que se ha vuelto asesina. Al liberar la
reacción en cadena de lo positivo, hemos liberado al mismo tiempo, por un efecto perverso pero
perfectamente coherente, una intensa
patología viral, pues el virus, lejos de ser negativo,
procede al contrario de una ultrapositividad, de la cual es la encarnación
asesina. Eso se nos había escapado, al igual que las metamorfosis del mal, que
siguen, como su sombra, los progresos de la razón.
Este paradigma del sujeto sin objeto, del sujeto sin otro,
se descubre en todo lo que ha perdido su sombra y se ha vuelto transparente a sí mismo,
hasta en las sustancias desvitalizadas: en el azúcar sin calorías, en la sal sin
sodio, en la vida sin sal, en el efecto sin causa, en la guerra sin enemigo, en las pasiones sin objeto,
en el tiempo sin memoria, en el amo sin esclavo, en el esclavo sin amo en que nos hemos
convertido.
¿Qué le sucede a un amo sin esclavo? Acaba por aterrorizarse
a sí mismo. ¿Y a un esclavo sin amo? Acaba por explotarse a sí mismo. Hoy los
dos están reunidos en la forma moderna de la servidumbre voluntaria: sujeción a los
sistemas de datos, a los sistemas de cálculo; eficacia total, perfomance total. Nos hemos
convertido en dueños, por lo menos virtuales, de este mundo, pero el objeto de este dominio, la
finalidad de este dominio, ha
desaparecido.
Jean Baudrillard, El Crimen Perfecto
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