Inventé a mi padre a partir de ciertas características que tomé
de vecinos, comerciantes y personajes de la televisión. Mi madre persuadida de que todos los hombre son
igualmente prescindibles, nunca mencionó el tema, ni a favor, ni en contra, lo
de ella era los turpiales y las tortas de piña.
Tardíamente, después de escuchar
una de mis conversaciones imaginarias decidió colaborar
en la elaboración de mi patriarca ficticio contándome anécdotas de un maestro
con atributos que ella amaba: carácter y lealtad.
El ectoplasma que acompañó mis solitarios juegos infantiles, enseñándome
a jugar ajedrez entre poemas, canciones y moralejas, fastidió mi
adolescencia más de la cuenta presentándose
en los momentos más inoportunos para arruinarme la fiesta, como aquella vez que
me fumé mi primer porro con María Elena,
mayor que yo, compañera de estudios repitiente que habían expulsado de su antigua escuela y quien
me abrió las puertas de la percepción
aquella tarde en el jardín de la casa de su abuela. Fue un viaje estupendo lleno de vibraciones ascendentes, a pesar de las intermitentes y censuradoras visiones de mi imaginario paterno.
A medida que crecía mi padre se diluía, perdía sustancia y solía
confundirlo con otros en la calle, cualquiera que llevase una camisa a cuadros,
un pantalón kaki y unos mocasines o un chándal unicolor. Cuando a los
diecisiete me di cuenta de que nada me quedaba en común con él, ni siquiera el gusto por las mujeres (él
sólo gozaba de sí mismo y de otros hombres de su talante aunque fingía mirar
las glándulas mamarias de las hembras, en presencia de otras mujeres) y pretendió satisfacer su voyerismo con
la excusa de su inmanencia, tuve que
pedirle que se marchara. Así descubrí que no era una creación de mi mente, un amigo
imaginario, como había supuesto al salir de la inocencia sino que era un
fantasma persistente y vengativo que no se privó de perturbar mi primera noche de amor con Lupita.
El enigma de mi padre realmente había llegado a confundirme porque
nunca adoptó
la apariencia de una esfera de luz o de silueta cubierta con
una sábana blanca, se presentaba ante mí vestido a la usanza y desde la primera
aparición, tendría yo como tres años, hasta
la última había envejecido gradualmente como corresponde, lo que me había
persuadido de que era una invención de mi mente, un personaje creado para llenar
un vacío pueril y que audaz se había
revelado y negado a desaparecer, insubordinado a mi ingenio y maquinaciones
conscientes, a la tinta y al papel. Consideraba la presencia de mi padre entre
mis más viejos y fieles juguetes. Pero después de haberme arruinado lo que
debió ser una auténtica noche de placer, sentado sobre el armario a lo “Doña
Flor y sus dos maridos”, observándome son sonrisa sardónica, cada vez que abrí
los ojos. Decidí liquidarlo.
Seguí casi todas las
recomendaciones leídas, no me atreví a consultar un experto por temor a
ser descubierta y ridiculizada. Le pedí directamente que se marchara: “El mundo
físico no es tu dominio, no tienes ningún poder sobre mi mente o cuerpo, tengo
vida propia y derecho a equivocarme, no tienes nada que enseñarme, no tengo miedo, por favor vete”. Nada, me miró
con cara de “a palabras necias oídos sordos”. Le hable a lo Melinda Gordon:
“Estás muerto, este no es tu lugar, debes ir hacia la luz”, casi me reí cuando me escuché darle ese consejo, ambos
sabíamos que el albor no era
precisamente un lugar para una sombra cobarde y sádica como la suya. Sintiéndose
descubierto, el también guardó las apariencias y desapareció, para volver a la
semana siguiente.
Fue entonces cuando le pregunté directamente: ¿Qué quieres de mí?. Con la esperanza de que cumpliera algún deseo
reprimido y luego se marchara. Dinero
me dijo, la respuesta al 99 por ciento
de las preguntas. Quiero dinero para comprar un elefante y ¿qué
vas a hacer con un elefante? le
pregunté. Lo que quiero es el dinero dijo, antes de volver a eclipsarse.
Saqué cuentas: de la cuna a la Uni, maternidad, pre-escolar, primaria,
básica y diversificada. Reuní una significativa suma, pero pasaron 3 años antes
de que volviera a verle, una mañana de
primavera en la que yo no me encontraba muy bien y él en cambio se veía
pletórico e inspirado redoblando mi angustia al darme cuenta de que no había aparecido por
mi estado condicional sino por la deuda pendiente. Cerré mis ojos con firmeza y
lo di por visto en un delirio febril y así fue. A la mañana siguiente consulté
a una especialista en la materia y me dejé llevar.
Tenía 27 años, la edad justa para un reseteo, la experta me recomendó
hacerlo cada 7 años. Pasé 10 días meditando 14 horas diarias y haciendo votos
de silencio para llevar el sistema a cero, para borrar todos los archivos pues
la presencia obsesiva se había filtrado mediando todas mis relaciones,
infectándolo todo. Fue un trabajo extenuante lo que a mí entender debía
garantizarme la paz perpetua, aunque sin sepulcro, mi maestra estaba persuadida
de ello sin embargo me recomendó invocar la presencia en la perspectiva de que
no se manifestara y si así fuera, leerle la siguiente cartilla dándola por cierta:
Papito amado, tantos años
sin ti, aferrándome , a lo poco que te dio tiempo de enseñarme, tu rectitud,
tu gallardía, tu ímpetu, tu lucha,
tu honestidad, tu sencillez, tu carácter, tu fuerza al hablar, al imponerte, de lo
incorruptible, de tu honradez, eso hoy papi, donde quieras que estés, deseo que
lo sepas, que sepas que dejaste a tu hija bien formada, con principios,
valores, con mucha moral y ética, Algún día se que estaré a tu lado, se que
estas en el cielo y me vas a esperar, estoy trabajando para estar allá.
Nota: Este texto forma parte
del libro “Dios es un perro”, escrito por mi en 2011.
Julie Correa
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