domingo, 17 de junio de 2012

Día del padre



Inventé  a mi padre  a partir de ciertas características que tomé de  vecinos, comerciantes y  personajes de la  televisión.  Mi madre persuadida de que todos los hombre son igualmente prescindibles, nunca mencionó el tema, ni a favor, ni en contra, lo de ella era los turpiales y las tortas de piña.  Tardíamente, después de escuchar   una de   mis conversaciones imaginarias decidió colaborar en la elaboración de mi patriarca ficticio contándome anécdotas de un maestro con  atributos que  ella amaba: carácter y lealtad.
El ectoplasma que acompañó mis solitarios juegos infantiles, enseñándome  a jugar ajedrez entre  poemas, canciones y moralejas, fastidió mi adolescencia más de la cuenta  presentándose en los momentos más inoportunos para arruinarme la fiesta, como aquella vez que me fumé mi primer porro con  María Elena, mayor que yo, compañera de estudios repitiente que  habían expulsado de su antigua escuela y quien  me abrió las puertas de la percepción aquella tarde en el jardín de la casa de su abuela. Fue un viaje estupendo  lleno de vibraciones ascendentes,  a pesar de las intermitentes  y censuradoras visiones  de mi imaginario paterno.
A medida que crecía mi padre se diluía, perdía sustancia y solía confundirlo con otros en la calle, cualquiera que llevase una camisa a cuadros, un pantalón kaki y unos mocasines o un chándal unicolor. Cuando a los diecisiete me di cuenta de que nada me quedaba  en común con  él, ni siquiera el gusto por las mujeres (él sólo gozaba de sí mismo y de otros hombres de su talante aunque fingía mirar las glándulas mamarias de las hembras, en presencia de otras mujeres)  y pretendió satisfacer su voyerismo con la  excusa de su inmanencia, tuve que pedirle que se marchara. Así  descubrí  que no era una creación de mi mente, un amigo imaginario, como había supuesto al salir de la inocencia sino que era un fantasma persistente y vengativo que no se privó de  perturbar mi primera noche de amor con Lupita.
El enigma de mi padre realmente había llegado a confundirme porque nunca adoptó la apariencia de una esfera de luz  o de silueta cubierta con una sábana blanca, se presentaba ante mí vestido a la usanza y desde la primera aparición, tendría yo  como tres años, hasta la última había envejecido gradualmente como corresponde, lo que me había persuadido de que era una invención de mi mente, un personaje creado para llenar un vacío pueril  y que audaz se había revelado y negado a desaparecer, insubordinado a mi ingenio y maquinaciones conscientes, a la tinta y al papel. Consideraba la presencia de mi padre entre mis más viejos y fieles juguetes. Pero después de haberme arruinado lo que debió ser una auténtica noche de placer, sentado sobre el armario a lo “Doña Flor y sus dos maridos”, observándome son sonrisa sardónica, cada vez que abrí los ojos. Decidí liquidarlo.
Seguí casi todas las  recomendaciones leídas, no me atreví a consultar un experto por temor a ser descubierta y ridiculizada. Le pedí directamente que se marchara: “El mundo físico no es tu dominio, no tienes ningún poder sobre mi mente o cuerpo, tengo vida propia y derecho a equivocarme, no tienes nada que enseñarme, no  tengo miedo, por favor vete”. Nada, me miró con cara de “a palabras necias oídos sordos”. Le hable a lo Melinda Gordon: “Estás muerto, este no es tu lugar, debes ir hacia la luz”, casi me reí  cuando me escuché darle ese consejo, ambos sabíamos que el albor  no era precisamente un lugar para una sombra cobarde y sádica como la suya. Sintiéndose descubierto, el también guardó las apariencias y desapareció, para volver a la semana siguiente.
Fue entonces cuando le pregunté directamente: ¿Qué quieres de mí?.  Con la esperanza de que cumpliera algún deseo reprimido y luego se marchara.  Dinero me  dijo, la respuesta al 99 por ciento de las preguntas. Quiero dinero para comprar un elefante  y  ¿qué vas a hacer con un elefante?  le pregunté. Lo que quiero es el dinero dijo, antes de volver a eclipsarse.
Saqué cuentas: de la cuna a la Uni, maternidad, pre-escolar, primaria, básica y diversificada. Reuní una significativa suma, pero pasaron 3 años antes de que volviera a verle,  una mañana de primavera en la que yo no me encontraba muy bien y él en cambio se veía pletórico e inspirado redoblando mi angustia  al darme cuenta de que no había aparecido por mi estado condicional sino por la deuda pendiente. Cerré mis ojos con firmeza y lo di por visto en un delirio febril y así fue. A la mañana siguiente consulté a una especialista en la materia y me dejé llevar.
Tenía 27 años, la edad justa para un reseteo, la experta me recomendó hacerlo cada 7 años. Pasé 10 días meditando 14 horas diarias y haciendo votos de silencio para llevar el sistema a cero, para borrar todos los archivos pues la presencia obsesiva se había filtrado mediando todas mis relaciones, infectándolo todo. Fue un trabajo extenuante lo que a mí entender debía garantizarme la paz perpetua, aunque sin sepulcro, mi maestra estaba persuadida de ello sin embargo me recomendó invocar la presencia en la perspectiva de que no se manifestara y si así fuera, leerle la siguiente cartilla dándola por cierta:
Papito amado, tantos años sin ti, aferrándome , a lo poco que te dio tiempo de enseñarme,  tu rectitud,  tu gallardía,  tu ímpetu,  tu lucha,  tu honestidad,  tu sencillez,  tu carácter,  tu fuerza al hablar, al imponerte, de lo incorruptible, de tu honradez, eso hoy papi, donde quieras que estés, deseo que lo sepas, que sepas que dejaste a tu hija bien formada, con principios, valores, con mucha moral y ética, Algún día se que estaré a tu lado, se que estas en el cielo y me vas a esperar, estoy trabajando para estar allá.
Nota: Este texto forma parte del libro “Dios es un perro”, escrito por mi en 2011.
Julie Correa       

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